sábado, 11 de febrero de 2012

Guerra jurídica contra la Fuerzas Militares de Colombia

N de la R:


Apreciado Coronel Mejía Gutierrez:

El escrito suyo en el periódico de El Tiempo de hoy 11 de Febrero me capturó de principio a fin. Es un excelente relato lo felicito mi querido Cadete. Y haber conseguido que se publique en el principal diario del país es una proeza y denota lo bien escrito que está. Le comento que hacía meses no lloraba en mi silencio de la madrugada pero reviviendo ese horror del Palacio de Justicia y su valentía de artillero se me desgranaron las lágrimas. No podemos cuantificar todavía el bien que este relato le va a hacer a la causa contra la "Justicia injusta de nuestra justicia" que se ha ensañado contra nosotros los militares. Los que lo admiramos por las luchas de siempre al lado de sus hombres por preservar esta hermosa democracia de libertades y también por esta lucha atroz que lleva a cabo contra fiscales y jueces politizados, lo saludamos como uno de nuestros héroes. Digo que justicia politizada porque nunca arrancaron  a investigar y juzgar a los criminales del m-19, del eln ni mucho menos de las farc y sus voceros infiltrados en las entrañas de las instituciones. Ellos los terroristas de cuello blanco están consiguiendo los triunfos que no pudieron conseguir en los campos de combate. Pero nos estamos preparando también para enfrentarlos en este nuevo ambiente de la guerra que nos plantean.  Un abrazo, de su admirador, compañero y amigo MG J Arias Vivas.






Capítulo del libro '¿De héroe a villano?', del entonces subteniente Hernán Mejía Gutiérrez.
Tomado del periódico eltiempo.com


Hernán Mejía cuenta hoy a su padre ya fallecido la pesadilla que vivió el 6 de noviembre de 1985.


Padre, aún sufro pesadillas por ese infierno. Me duele el alma. Después de 27 años de semejante tragedia, de toda suerte de espectáculos políticos, jurídicos y mediáticos, la más atropellada y torturada víctima ha sido la verdad. Lo digo yo, que era entonces un subteniente de 20 años de edad y que fui destrozado por las balas.

Te contaré los eternos instantes que viví. Era noviembre de 1985. Estaba muy próximo a lograr mi segunda estrella como teniente efectivo. El nuestro era un país inimaginable. Asediado por el narcotráfico y por una fortalecida guerrilla comunista dividida en varios bandos, tenía al frente del Gobierno a un hombre sensible, a un romántico, cuyo sueño eran los acuerdos de paz. El M-19 tenía entre sus cabecillas algunos líderes carismáticos que en virtud de sus ideales revolucionarios -engaño que el tiempo acabaría descubriéndoles- buscaban llevar el conflicto del campo a la ciudad con acciones intrépidas.

Aquel terrible 6 de noviembre me encontraba al mediodía en el Cantón Militar del sur de la capital. Luego de dictar clases de artillería a los cursos para ascenso de oficiales y suboficiales, revisaba el alistamiento de mi pelotón -una unidad recientemente entrenada en combate urbano-, cuando sonó la sirena de alarma de la Unidad Militar. Nunca imaginé lo que me esperaba. (Lea más sobre el holocausto del Palacio de Justicia)

La primera información nos dejó helados. Según ella, un grupo terrorista había tomado violentamente el Capitolio Nacional durante una sesión plenaria del Congreso. Nuestra primera misión era la de aislar el área, identificar a los atacantes y buscar a cualquier precio el rescate del grupo de legisladores que estaban secuestrados. Con ese informe y esa orden, abandoné mi guarnición del sur y con mis hombres en dos camiones militares partimos velozmente rumbo al centro de la ciudad.

Durante los 30 minutos de ese recorrido, mi corazón me latía acelerado y toda suerte de imágenes, como pavorosas burbujas -proyectos, despedidas y premoniciones-, me hervían en la mente. Nadie sabía lo que estaba ocurriendo. Las emisoras transmitían los hechos en el tono de una competencia deportiva. Solo a las 12:30, cuando llegamos a la plaza de Bolívar, percibí que no era el Capitolio la edificación atacada por los terroristas, sino el Palacio de Justicia.

Cuatro horas de caos

Padre mío, nunca pude borrar de mi mente aquel escenario dantesco de la plaza del Libertador, a la que tú me llevabas de la mano cuando niño. El Palacio de Justicia, la propia plaza y las calles adyacentes eran un caos total, caos que reinó durante las cuatro horas que siguieron al asalto. No había unidad de mando.

Veía agentes del DAS, armados y en traje civil; también en civil agentes de la Policía Nacional, con brazaletes y sin equipos de combate; el Batallón Guardia Presidencial en uniforme de gala, y el Ejército, con diversas unidades, todos sin saber la real ubicación del otro y sin comunicación entre los diversos comandantes. Ante semejante dispersión, decidí llevar mi unidad a un sector cercano y protegido, la plazoleta del Colegio de San Bartolomé, para informar por radio a mi comando superior lo que ocurría.

En pocos minutos el comandante de mi batallón se reunió con nosotros. Y hacia las 4 de la tarde, ya se tenía una visión más exacta de la catástrofe y un significativo número de heridos y algunos muertos. Y a esa misma hora recibí la orden que esperaba y que temía: la de acceder con mis hombres al segundo piso del Palacio, rescatar a personas secuestradas y buscar la salida del oficial de operaciones de mi unidad, un mayor, que con pocos hombres se encontraba dentro, en el recinto de una biblioteca, asediado por ráfagas de ametralladora.

Rápidamente di las instrucciones a mis hombres. Del Palacio nos separaban doscientos metros de infierno que recorrimos aturdidos por las explosiones, pegando el cuerpo a las paredes para no ser fácil blanco de un disparo. Nunca he olvidado la frase del general Santander labrada en las lajas sobre el portal del Palacio: "Las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad". (Qué ironía, mi viejo, hoy las leyes por las que entregué todo me han quitado injustamente la libertad.)

Nunca pude olvidar la prueba descomunal que fue nuestro ingreso al Palacio de Justicia: el humo del incendio, el aire ardiente con olor a destrucción, los gritos desgarradores, el tableteo de las ametralladoras, la explosión de las granadas lanzadas por los terroristas; un real infierno. Padre mío, estoy seguro de que la patria no volverá a ser la misma después de ese fatídico episodio.

No sé cómo logramos esa tarde sobrevivir, rescatar no pocas personas del enemigo y de las llamas, y asegurar la salida encomendada del oficial de operaciones. Serían algo más de las 8 de la noche cuando fue necesario replegarnos, pues no contábamos con los elementos necesarios para enfrentar el incendio que abrasaba ya gran parte del edificio.

De mi batallón teníamos varios oficiales y suboficiales heridos y un muerto: el teniente Sergio Villamizar, mi amigo, mi compañero de habitación en la barraca. ¿Quién se acuerda de ellos hoy?

Poco duró la recuperación de fuerzas. La noche -te lo cuento, viejo de mi corazón- sería larga e infernal. Más aún: no recuerdo haber cerrado los ojos ni probado bocado en aquellas veintisiete horas amargas, eternas. Pasaban las 11 de la noche cuando nos enteramos de que el teniente Pedro Parada, insigne oficial y gran ser humano, se encontraba herido, acosado por las llamas y con riesgo de ser ultimado por los guerrilleros del M-19. Era necesario evacuarlo. Y yo con mis hombres me comprometí a hacerlo.

Padre: como soldado limpio siempre he pensado que nuestros disparos en una batalla deben salir sin odio, que el oponente es un hombre que tiene sus convicciones como yo las mías. Cuatro de mis hombres cayeron heridos en la tarea de rescate. Los evacuamos a ellos y a Parada. Aunque malherido, nunca se rindió.

Y ahora me pregunto que si lo que te narro ocurriese hoy, los soldados combatirían con el mismo ímpetu de entonces. Creo que el Estado no merece los soldados que ha tenido. Les ha pagado muy mal.

La pesadilla no termina

A las 2 de la mañana llegué de nuevo con mi diezmada unidad a la plazoleta del Colegio de San Bartolomé. Estábamos teñidos de gris oscuro por el humo, manchados con la sangre de los heridos, con olor de pólvora hasta los huesos y con el corazón rasgado por las escenas vistas y vividas. Recostados contra las columnas y paredes, nos mirábamos sin hablar. Sí, padre, no estábamos seguros de salir vivos al terminar la noche. Recuerdo que hacia las 5 de la mañana, siete oficiales fuimos reunidos para escuchar en un pasillo del colegio el mensaje lanzado por el comandante del Ejército. "Recae sobre ustedes -dijo- la responsabilidad de salvar la patria. Ruego a Dios que no seamos inferiores al reto. Vayan, soldados, escriban con honor esta página de la historia".

Hubo un silencio, y minutos después nuestro comandante de batallón indicó quiénes debíamos regresar al Palacio para recuperar lo que quedaba de él. "Ingresará adelante, maniobrando con su pelotón, el teniente José Vicente Uribe. Debe buscar a toda costa llegar y consolidar el tercer piso. Lo sigue con su pelotón, para apoyar esta misión, el teniente Hernán Mejía Gutiérrez. Preparen las unidades y en cinco minutos cruzan la línea de partida".

Sentí un frío en el alma

Te cuento, padre, que aún se me hiela la sangre al rememorar esa horrible pesadilla. El teniente José Vicente Uribe era un hombre muy valiente, de gran simpatía e imponente presencia. Superior mío, teníamos una gran amistad. Compartimos momentos inolvidables. Lo veo cubriendo ágilmente la distancia hacia la entrada principal del Palacio de Justicia, antes de desaparecer con sus hombres en las entrañas de ese gran monstruo ahogado en cenizas.

Ahora el turno era mío. Logramos arribar a la entrada en pocos minutos. Distribuí la unidad a lado y lado del portal. Recibíamos fuego enemigo. Estaba ya dentro del Palacio cuando el radioperador me informa que me llama el teniente Uribe. Le respondo en medio del fuego de fusiles y granadas y con el suelo ardiendo hasta el punto que parecía derretir la suela de mis botas.

Uribe me ordena que acceda al segundo piso mientras él intentaría llegar al tercero. Cuando estoy llegando al final de la escalera, las ráfagas de fusil arrecian, hay dos explosiones y todo se llena de polvo y de humo. Por unos instantes quedamos ciegos. Oigo gritos y quejidos. Llamo a gritos a Uribe, y de pronto lo veo tirado en el suelo, cubierto de sangre y sin poder levantarse. Su radioperador y otro soldado se quejan en el suelo incandescente del segundo piso.
Informo por radio al comandante del batallón que el teniente Uribe está herido, con impresionantes rasgaduras en los muslos, que pierde mucha sangre y está muy pálido. Se me ordena que lo haga llegar al primer piso y luego que asuma su unidad y la mía para cumplir la misión que teníamos. Padre, fue un choque. Tardé varios segundos en asimilar la orden. Todos mis antecesores estaban muertos o heridos y la arremetida del grupo insurgente ubicado en el tercer piso era escalofriante. De modo que reorganicé los pelotones, hablé con cada uno de los soldados y decidí que un grupo quedaría en el segundo mientras otro, con Grajales y yo, buscaría alcanzar el tercer piso.

Eran las 9 de la mañana pasadas. Avanzamos a pequeños saltos. De pronto sentí que me fallaba la pierna izquierda. Caí contra la baranda. Miré con recelo la herida: estaba una cuarta debajo de la rodilla y la sangre caliente empapaba mi vida entera. Sentí miedo, temblaba. Fueron segundos eternos. Grajales se acercó diciéndome: "Es solo carne, la bala no tocó el hueso". Me colocó una venda con tela y el dolor se me olvidó. No pedí evacuación. Era el único oficial. A las 10 pasadas estaba informando que había ocupado el tercer piso y que requería apoyos para relevar a mis agotados subalternos. Al saber que éramos el Ejército, dos docenas de personas atemorizadas, llorando o riendo, salieron de sus escondites y abrazaban a los soldados.

Mi comandante preguntaba por mi estado. En los medios de comunicación, tú, padre, y mi vieja, oían decir que el teniente Mejía Gutiérrez había muerto.

Al borde de la muerte

Traté de hacer un registro del sector. Avanzábamos por entre los escombros de lo que fueron oficinas, cuando nuevamente se desencadenó una andanada de explosiones y ráfagas. Di varios botes buscando protección, pero un calambre me inmovilizó. Traté de incorporarme y en ese instante un nuevo impacto me lanzó contra la ventana. Sentí cómo perdía mi aliento. Pasaban por mi mente en atropellada secuencia momentos de mi vida. Alcancé a despedirme de mis padres. Me estaba muriendo. Divisaba abajo, en la séptima, los letreros rojos del almacén Tía.

Estaba solo. No oía sino los latidos de mi propio corazón. Cuando volví la cabeza para buscar mis tropas, mi sorpresa fue inmensa. Contra la columna contigua a la mía, a unos seis metros de distancia, vi a un hombre con uniforme verde oliva que trataba de incorporarse. Era alto, corpulento. Me vio. Lentamente avanzó hacia mí. Tenía una granada en la mano sin el seguro y en su diestra un pequeño fusil R-15 americano. Yo atiné entonces a gritar: "Les habla el teniente Mejía Gutiérrez. Salgan con las manos en alto. Están rodeados por el Ejército. Entréguense y se les respeta la vida". El oponente siguió avanzando. Lancé una corta plegaria de gratitud al Altísimo, desaseguré mi arma y coloqué el cañón contra mi barbilla. Prefería dispararme antes que rendirme.

Sin embargo, como impulsado por una racha de viento, salí de la columna y quedé frente al enemigo. Estábamos a solo cuatro metros de distancia. Se cruzaron nuestras miradas, se miraron las bocas de nuestras armas y los relámpagos rompieron esta pausa. Disparamos al tiempo. Caí sobre el suelo caliente y me desvanecí. No supe más. A la 1 de la tarde, sentí que al lado de otras tropas mis subalternos me arrastraban hacia el primer piso. Allí estaba el comandante de la brigada. Me miró sobre la camilla y me dijo: "Lo ha entregado todo por la patria, teniente". Y le brotaron algunas lágrimas. Era mi general Arias Cabrales.

Cuando cuatro voluntarios que llevaban mi camilla cruzaban la carrera séptima, se produjeron de nuevo disparos. Los voluntarios soltaron su carga. Quedé tirado en la calle. No sé cómo, intentando arrastrarme, sentí que me jalaban y era introducido en una ambulancia. A mi lado, con la cabeza ensangrentada, vi al sargento Ariel Grajales.

El 9 de noviembre, a mediodía, tú, mi viejo, llegaste triste y preocupado al Hospital Militar; también me visitaban los altos mandos y el Presidente poeta (como yo lo llamaba). Este me dijo: "Teniente, la patria y la democracia han quedado en deuda con usted". Y tú, padre, me dijiste: "Hasta ayer en la tarde te dábamos por muerto. Retírate de esto, yo te apoyo. Tienes 20 años, sigue otra carrera, tal vez es esto un aviso de mi Dios". Padre, he debido hacerte caso. El tiempo me lo ha cobrado sin razón y sin piedad.

Viejo querido: nunca imaginé que después de haber vivido treinta años como soldado, entre montaña y montaña, entre valles y selvas, entre combates y heridas, entre batallas y funerales de mis hombres, en los últimos cinco años de mi existencia quedara privado de todo lo que he querido, empezando por mi libertad. Hoy soy prisionero sin haberle fallado nunca a mi Nación ni a sus leyes ni a mi Ejército ni a mis hijos. Sufro una absurda detención preventiva.

Ahora, ante los últimos acontecimientos, asalta a mi mente la tenebrosa imagen de arribar a la plaza de Bolívar para pedir perdón por haber sido un buen soldado, por haber sido destrozado, en cuerpo, por las balas, y en el alma, por la justicia de mi país.

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