Nota introductoria de Carlos Quiroga:
Venezuela es una democracia adulterada, donde la oposición,
que representa el 49% de los ciudadanos (en un conteo fraudulento, seguramente
es mayoría), es hostigada, desconocida y discriminada.
En Venezuela los ciudadanos votan pero no eligen. El régimen
decide quién es el Presidente y la elecciones son una simple mascara para
ocultar la realidad, un régimen autoritario y dictatorial, que amenaza e
intimida.
En Colombia, vamos
para allá, a una democracia de mentiras, en que se ataca a los que no están de
acuerdo con el proceso de paz que conduce el Gobierno, ordena quitar vallas que
incomodan al Presidente, se les califica de mano negra, ultraderecha,
tiburones, enemigos de la paz, palos en la rueda, etc, mientras se da el visto
bueno al Presidente venezolano, elegido en unas oscuras y espurias elecciones.
Vamos en forma
acelerada hacia el abismo de este tipo de democracias, de las que seguramente,
el difunto Hugo Chávez, instruyo muy bien a las Farc, que las convenció de
iniciar diálogos con Juan Manuel Santos, con el firme presentimiento que pronto
estarían el poder y podrían perpetuarse a su antojo.
18 Abr 2013 - 9:32 pm
Mutaciones
autoritarias
Por: Carlos Granés
Los tiempos de los tanques han pasado. No pongo la mano en
el fuego, pero dudo que en Hispanoamérica se vean de nuevo convoyes desfilando
por sus principales ciudades, como ocurrió con ominosa frecuencia entre 1964 y
1981, cuando Castelo Branco derrocó al brasileño João Goulart y el general
Milan del Bosch paseó sus tanques por Valencia, intentando sin éxito socavar el
gobierno español.
Ya nadie cree en las
coartadas habituales con que los militares autojustificaban sus asonadas —la
defensa de la constitución o la amenaza del “enemigo interno”—, y los
organismos internacionales jamás legitimarían un cambio de gobierno por medios
tan burdos y evidentes. Eso no significa, sin embargo, que el virus autocrático
se haya erradicado o que América Latina esté vacunada contra los golpes de Estado.
Aunque la situación es mucho mejor que en el pasado, y países como México y
Paraguay, dominados durante décadas por un mismo partido, han visto la
alternancia en el poder (fugaz en el caso de Paraguay), la tentación
autoritaria sigue latiendo en las entrañas del continente. Eso sí, los métodos
por los que se expresa se han sofisticado.
La tropelía de las armas ha sido reemplazada por métodos
mucho más efectivos y sutiles. El más usado, tanto en la derecha como en la
izquierda, ha sido aprovechar el tirón de popularidad que da un triunfo
electoral para convocar una asamblea constituyente y amoldar las instituciones
y las leyes a los intereses de quien está en el poder. Todo tiene un aspecto
legal, sustentado en los votos, pero su fin es perfectamente antidemocrático:
acorralar a los contradictores para que no tengan posibilidad de participación
política.
La calidad de una democracia no se juzga sólo por el respeto
a las opciones de la mayoría, sino por la forma en que los vencedores se
comportan con las minorías. Eso es lo que diferencia a las democracias de los
otros sistemas políticos, como el fascismo. Los ganadores, a pesar de tener más
poder, no usan sus prerrogativas para aplastar a los derrotados, sino que, muy
por el contrario, les abren un espacio de participación. Las democracias
adulteradas de Latinoamérica se encargan precisamente de cerrar estas ventanas.
¿Cómo lo hacen? Resquebrajando la seguridad jurídica, amenazando a los sectores
productivos con expropiaciones, acaparando los recursos, atropellando a los
medios de comunicación, favoreciendo monopolios, politizando las instituciones,
ubicando a incondicionales en las otras ramas del poder o amedrentando a los
opositores mediante arengas públicas, listas negras o la asfixia económica. Ya no
hay torturas ni desapariciones masivas —lo cual es un progreso—, pero no por
ello el opositor deja de ser un ciudadano de segunda, siempre en riesgo de que
se vulneren sus derechos.
La Venezuela de Hugo Chávez fue el laboratorio donde se
pusieron en práctica todas estas tácticas autoritarias. Pero ahora, sin Chávez
y su habilidad para conectar con él los sectores desfavorecidos, parece
evidente que el experimento venezolano se desmoronará. Nicolás Maduro no tendrá
más opción que hacer lo que hacen los demócratas: tener en cuenta a la
oposición.
*Carlos Granés
Carlos Granés | Elespectador.com
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