La
radicalización del gobierno de Santos
Por
Eduardo Mackenzie
8
de septiembre de 2013
Asistimos en estos momentos a una brutal radicalización del
gobierno de Juan Manuel Santos. Nada parecido se había visto en los tres
últimos años. Por lo menos tres hechos hacen visible ese extraño y precipitado
giro. El primero es el anuncio de que el gobierno está dispuesto a decretar
“inmediatamente” el cese al fuego con las Farc “si hay acuerdo de paz” en La
Habana. El segundo es el nombramiento de
Alfonso Gómez Méndez como ministro de Justicia. Y el tercero es la
ofensiva judicial e intimidatoria, de gran ferocidad, contra el uribismo:
encarcelamiento relámpago y absurdo del pre candidato presidencial Luis Alfredo
Ramos y, sobre todo, el relanzamiento judicial y mediático de los embustes
archí conocidos, y jamás probados, contra el ex presidente Álvaro Uribe Vélez, para impedir que él y su
movimiento lleguen al Senado de la República a comienzos del año entrante. Esta
última embestida, aunque emana de ciertos magistrados, cuenta con el aval del
alto Gobierno.
Estos tres expedientes están íntimamente ligados pues hacen
parte de una misma operación. Y ésta es de hondo calado aunque será ejecutada
con gran rapidez. “Está llegando el momento de la toma de decisiones”, advierte
el Gobierno. Habrá que creerle.
Esta aceleración y radicalización del proceso se da,
paradójicamente, en un momento de creciente impopularidad del gobierno y de
auge, por el contrario, de la receptividad de las propuestas del ex presidente
Uribe. En cambio, el índice de favorabilidad del presidente Santos (y obviamente
su posibilidad de reelección) caen drásticamente en todos los sondeos de
opinión. Y ello no es sólo el resultado de la incapacidad del jefe de Estado
para responder a las expectativas del agro colombiano.
Ese contexto desfavorable, con huelgas explosivas como telón
de fondo, fue el que escogió JM Santos para anunciar que ordenará la parálisis
de la fuerza pública si las Farc le firman una vaga promesa de paz. Nunca
antes, desde el comienzo de este proceso, en noviembre de 2012, Santos hizo un
anuncio parecido.
Esa orden la daría Santos sin que haya de parte de las Farc
ni cese previo de sus violencias, ni entrega de las armas. Según Santos, esa
entrega de armas vendrá mucho más tarde: “una vez aprobados los acuerdos en las
urnas”. Es decir, Santos acepta por primera vez la condición de siempre de las
Farc de que el primero en cesar el fuego y en parar toda actividad militar
legítima debe ser el Estado “burgués”, el llamado “agresor” de las Farc. Una
vez constatado el cese al fuego unilateral, las Farc, cree Santos, entrarán
también en cese de fuego. Todo un sueño.
Estamos pues ante un anuncio inédito que podría terminar en
una grave distorsión del semi-equilibrio
militar actual de Colombia. Esa orden se sumaría a la ya larga lista de
concesiones formidables que Santos ha venido aceptándole a las Farc en La
Habana.
Esas movidas explícitas del poder nos llevan a una
conclusión: el presidente JM Santos está tratando de instalar de manera
insidiosa un nuevo orden político y social en Colombia. Esa instalación se hace
bajo la apariencia de una “negociación de paz”. Se trata, en realidad, de un
proceso mucho más ambicioso y muy antidemocrático. La sociedad no fue
consultada para ello. Ella no sabe que esa operación estratégica existe, que
los alcances de la negociación de paz van mucho más allá del tema de la paz. La
ciudadanía es mantenida al margen de esa vasta operación, es excluida de toda decisión y hasta es desinformada
sobre lo que ocurre en La Habana.
Se trata pues de una instalación solapada de un nuevo orden,
con nuevas reglas de juego, con nuevas instituciones, con nueva Constitución, y
con nuevos actores políticos (las Farc y sus aparatos de superficie) los cuales
llevarán la voz cantante en el nuevo sistema. El rasgo dominante de ese “nuevo
país” sería algo que Colombia siempre repudió: dejar que se instale en el
centro del escenario político un partido armado pero legalizado.
El gol de Timochenko es, entonces, perfecto: trasformó una
negociación de paz en un pacto para cambiar de sistema, para pasar de la
democracia a una democracia de imitación, y de allí a un sistema totalitario.
Gracias a esa operación, las Farc no tendrán que entregar siquiera las armas
sino que meses o años después (cuando se “hayan aprobado los acuerdos en las
urnas”) podrían “dejar” las armas, es
decir que las ocultarían y con ellas a buena parte de sus combatientes y redes
subversivas, para seguir blandiendo sobre Colombia la innoble amenaza
terrorista.
Ese es el pacto escalofriante que Santos acaba de aceptar y
de presentar como un paso banal dentro de un límpido proceso de paz.
En ese marco, las esperanzas de los colombianos de que las
Farc sean desarmadas, juzgadas y castigadas, de que reparen a sus víctimas, de
que retiren las minas antipersonales que han sembrado, de que entreguen sus
secuestrados, entreguen sus cultivos y depósitos de drogas y desmantelen sus
redes infiltradas en las distintas esferas de la sociedad, se han esfumado.
La negociación en La Habana no busca un desenlace en el que las Farc se
desmovilizan, se desarman y acogen las reglas de la democracia. Se está
erigiendo allí, a espaldas del pueblo, un nuevo orden social y político anti
liberal y anti democrático: con los peores jefes terroristas del país
blanqueados y entronizados en el centro de mando, con un poder ejecutivo que
controla cada detalle de ese proceso de ruptura y que somete a los otros
poderes.
Si la justicia legitima tales horrores el Estado de derecho
habrá muerto. El panorama de una oposición aplastada y de unas “nuevas” fuerzas
armadas descabezadas, sin orientaciones y recursos, no es, lamentablemente,
quimérico. El proceso “de paz”, tal como va, desembocará, como lo dicen las
Farc, en una “reducción” de la fuerza pública. Pues la perspectiva (no dicha)
es transformarlas en un “ejército popular”. Al final de eso, Colombia habrá
sido transformada en un vasallo de Cuba.
Esa operación anti-colombiana está siendo mostrada a la
opinión como algo excelente, como una “ampliación de la democracia”, como la
única vía hacia “una Colombia más segura” y “más democrática”, para citar las
frases utilizadas el pasado 8 de septiembre por el negociador de JM Santos en
La Habana, Humberto de la Calle.
El problema es que los colombianos, si bien quieren la paz,
es decir la paz en democracia (y no una paz sin democracia), no quieren la
salida que están preparando en La Habana. La mayoría de los encuestados dice
que no están dispuestos a aceptar que se
sacrifique la justicia para llegar a un acuerdo de paz. El 78% de los encuestados dice rechazar la
participación política de las Farc. Solo una ínfima minoría estima que otorgar
la impunidad a los crímenes de las Farc favorecerá la paz.
Para pasar por encima de esa voluntad popular genuinamente
democrática el régimen tendrá que
emplear la fuerza. La fuerza y el
engaño. Hasta hoy ha empleado lo segundo. Pero no podrá pasar a la fase final
sin acudir a la fuerza. Las operaciones judiciales contra el uribismo muestran
que estamos entrando ya en la fase avanzada.
Ahí es donde se explica el nombramiento de Alfonso Gómez
Méndez. El polémico jurista, ex Fiscal General de la Nación, es acusado por
guerrilleros desmovilizados de ser un agente de las Farc en el campo judicial y
político. Nadie hasta hoy ha demostrado que esas acusaciones son falsas. La
hostilidad de Gómez Méndez contra las
Fuerzas Armadas es conocida. Durante su paso por la Fiscalía, ese instituto se
llenó de funcionarios muy dudosos. Alfonso Gómez Méndez será el encargado de
mover los hilos para que el aparato judicial acepte el rol de verdugo de la
oposición y de los militares. Otra tarea será hacer potables los acuerdos sobre
la impunidad que están elaborando en Cuba. Para ello serán empleados los medios
más audaces. La actuación de Gómez Mendez habrá que seguirla con lupa.
Pero la sociedad colombiana no está muerta. Ella conserva
una cierta capacidad de respuesta ante los abusos. Las huelgas agrarias de las semanas pasadas, a pesar de
su carácter ambiguo, demuestran eso.
Hubo en esas huelgas una auténtica
expresión de cólera popular ante el desgreño santista. Pero hubo también
esfuerzos de infiltración de parte de la subversión que los líderes genuinos
del agro no lograron frenar.
Todos los dominós están
en su lugar y sólo falta un impulso seco para que comience el derrumbe.
¿Dejaremos que eso ocurra?
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